martes, 31 de julio de 2012

Padres sensatos, gobiernos insensatos



PADRES SENSATOS, GOBIERNOS INSENSATOS


Si fuera posible poner a todos los economistas de acuerdo en algo -y dicen que si preguntas a tres economistas tendrás cuatro respuestas, siendo la cuarta la de algún economista muerto- sería en el papel capital, incluso fundador, de Adam Smith. El economista escocés puso los cimientos de una nueva ciencia social y su «Riqueza de las naciones» no sólo es una de las grandes obras del pensamiento sino que su estilo claro y bien estructurado desborda sentido común, así que se presta a citarlo con facilidad. Así ocurre cuando Smith nos asegura que ningún cabeza de familia prudente gastaría más de lo que ingresa y que lo que parece sensato para un cabeza de familia debe serlo también para un gobierno.


Es un afirmación tan sensata como intuitiva y tanto sentido común no parece que pueda ser rebatido. Desgraciadamente, la Economía no es la ciencia tan sencilla e intuitiva que algunos pretenden. Lo que parece evidente debe ser discutido y entonces aparecen los detalles sutiles y las objeciones. Claro que, de no ser así, los economistas serían poco más que matemáticos de segunda fila que hablan una extraña jerga.
La primera observación es que, ¡ay!, la mayoría de los padres de familia de hoy gastan mucho más de lo que tienen gracias a nuestros bancos. ¿Alguien imagina nuestro capitalismo sin hipotecas? El patrimonio de la gran mayoría de las familias se mide con números rojos, algo que Adam Smith nunca imaginó y que podría llevarnos a una discusión interesante; pero hay una segunda objeción que me parece más grave.
Este problema quizás sea el mayor obstáculo para que la Economía pueda ser una ciencia intuitiva y es que la diferencia entre particulares y gobiernos y otras instituciones poderosas no es sólo cuantitativa. El dinero no significa lo mismo para particulares que para gobiernos. Sirva un ejemplo cercano. Si un kilo de tomates cuesta un euro, los particulares podemos pensar que tener cinco euros en el bolsillo es como tener cinco kilos de tomates (dejando aparte el coste de tiempo y esfuerzo por la compra. Razonable, ¿verdad? Sin embargo pensar que tener cien millones de euros es como tener cien millones de kilos de tomates resulta una insensatez. Semejante compra alteraría el mercado, elevando los precios hasta que los cien millones de kilos de tomates nos costaran mucho más que cien millones de euros. Por no hablar del tiempo requerido y de las escaseces que pudiéramos crear a corto plazo...
Algo así ocurre con el problema de la deuda pública. Es sensato que un individuo gaste y ahorre sin pensar en el impacto de tales decisiones sobre los precios, el empleo o el tipo de interés. Ninguno de nosotros, ni siquiera los muy ricos, podemos alterar el mercado con nuestras decisiones si no es a un nivel agregado. En cambio, un gobierno sí puede influir sobre las grandes variables de la economía y el estadista que piense como un padre de familia, por muy honrado y lúcido que pueda ser, es un completo insensato. Habrá de pensar en los efectos a corto y largo plazo del nivel de gasto y de cómo esto afectará al resto de la economía, porque dicha deuda absorberá además el ahorro que pudiera invertirse por canales públicos o privados en otras alternativas.
Esto no es todo, ni mucho menos, porque la deuda pública puede ser un interesante instrumento para estabilizar el crecimiento económico. En tiempos de expansión el Estado puede subir los impuestos y controlar los gastos con el consiguiente superávit y frenando los posibles desequilibrios. Cuando lleguen las «vacas flacas" ese superávit servirá para que el Estado pueda aumentar el gasto y rebajar los impuestos, suavizando el impacto de las crisis. De este modo el Estado puede ser un «amortiguador macroeconómico" que reduzca los bandazos que suponen las crisis periódicas para nuestro sistema capitalista.
Hasta aquí he hablado de economía pero ha llegado el momento de hablar de política, no de eso llamado economía política sino de política real. Los gobiernos actúan, ay, del modo contrario al explicado, como nos ha mostrado bien esta crisis. En tiempos de bonanza recortar impuestos y descontrolar el gasto es demasiado tentador: el propio crecimiento compensará los efectos. Desde luego no harán nada por evitar cualquier burbuja especulativa. La inflación será un mal menor al lado de la creación de empleo y, cómo no, de inmensos beneficios para los especuladores. Cuando llegue la crisis no habrá margen para recortar los impuestos y aumentar el gasto. Al contrario, el desplome de los ingresos fiscales obligará al gobierno a aumentar los impuestos y recortar gastos. La inflación y el déficit comercial se convertirán ahora en motores de la destrucción de empleos.
Así pues, en el mundo real el Estado, lejos de actuar como un amortiguador macroeconómico, funciona como un «muelle» que fomenta el crecimiento desequilibrado y prolonga después las crisis. El supuesto sensato cabeza de familia actúa sin visión alguna de futuro.
Empero, no deja de haber cierta sensatez en todo ello. Nadie ha sido nunca el más popular de la fiesta llamando a la moderación y advirtiendo de los peligros de los excesos. Los aguafiestas no son bien recibidos y hasta el momento de la resaca el más juerguista de la fiesta estará en la ola. Continuando la metáfora, llegarán entonces unos personajes incluso más odiosos que los antes amados juerguistas, los hipócritas que dicen que siempre nos lo advirtieron aunque nadie pueda recordarlo. Porque ellos, adivinos del pasado, siempre dan muy buenos consejos de lo que no deberíamos haber hecho después de haberlo hecho. Ha llegado la hora de los economistas.
Porque ellos siempre lo supieron. No sólo eso, nos lo advirtieron e insisten aunque los especialistas de las ciencias naturales y algunos economistas críticos hablen con sorna de la Economía como la ciencia que hace predicciones sobre el pasado.
En honor a la verdad, debe reconocerse que algunos economistas lo advirtieron y que no es tanto la capacidad predictiva de los economistas lo que debemos cuestionar como su ética profesional. ¿O acaso no había miles de economistas trabajando para los bancos centrales y particulares, organismos estatales, empresas, etc.? Si los gobiernos actúan con imprudencia por motivos electorales, los economistas hacen lo propio por el afán de lucro. El economista que defiende su opinión propia ante el sentir general arriesga su futuro y, triste es decirlo, el primer objetivo de un economista no es interpretar y predecir sino buscar una explicación racional y sofisticada para ideas preconcebidas.
Es más, como cualquier profeta que se precie, un economista debe ser además un buen moralista. No en tiempos de euforia, claro. Entonces no hay lugar para la ética en el mercado, esa institución amoral que, sin embargo, es capaz de crear los mejores incentivos para que la búsqueda del interés personal se convierta en la búsqueda del interés común. Es luego, cuando el mercado falla, que los economistas deben encontrar razones fuera del propio mercado. La codicia y el deseo de vivir por encima de nuestras posibilidades, dicen, son las verdaderas razones del desastre. Las crisis no sólo son merecidas sino que actúan como correctoras, tal es la eficacia del mercado que lo que en principio parece un desastre resulta ser una valiosa lección. La crisis es el justo castigo de nuestra codicia y despreocupación.
Si los economistas lo dicen habrá que creerles, y, sobre todo, es una explicación lógica y satisfactoria para quienes desean vivir en un orden moral donde la codicia es castigada y la búsqueda razonable de beneficios es premiada.
Es una idea tan hermosa y tan tranquilizadora que duele decir que todo esto es una sandez que sólo sirve para el que quiera tener fe. La inmensa mayoría de los codiciosos no han sido castigados. Los directivos de los bancos que concedieron créditos con demasiada facilidad siguen disfrutando del botín conseguido, junto a economistas, ejecutivos o políticos. El castigo del famoso Madoff no deja de ser una anécdota y cabe preguntarse si hubiera recibido su castigo de no haber engañado a tantos ilustres personas. En cualquier caso el castigo de un culpable no es suficiente para redimir al capitalismo.

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