PADRES
SENSATOS, GOBIERNOS INSENSATOS
Si fuera posible poner a todos los economistas de acuerdo en algo -y dicen que si preguntas a tres economistas tendrás cuatro respuestas, siendo la cuarta la de algún economista muerto- sería en el papel capital, incluso fundador, de Adam Smith. El economista escocés puso los cimientos de una nueva ciencia social y su «Riqueza de las naciones» no sólo es una de las grandes obras del pensamiento sino que su estilo claro y bien estructurado desborda sentido común, así que se presta a citarlo con facilidad. Así ocurre cuando Smith nos asegura que ningún cabeza de familia prudente gastaría más de lo que ingresa y que lo que parece sensato para un cabeza de familia debe serlo también para un gobierno.
Es un afirmación tan sensata como intuitiva y tanto sentido común no parece que pueda ser rebatido. Desgraciadamente, la Economía no es la ciencia tan sencilla e intuitiva que algunos pretenden. Lo que parece evidente debe ser discutido y entonces aparecen los detalles sutiles y las objeciones. Claro que, de no ser así, los economistas serían poco más que matemáticos de segunda fila que hablan una extraña jerga.
La primera observación es que, ¡ay!, la mayoría de los padres de familia de hoy gastan mucho más de lo que tienen gracias a nuestros bancos. ¿Alguien imagina nuestro capitalismo sin hipotecas? El patrimonio de la gran mayoría de las familias se mide con números rojos, algo que Adam Smith nunca imaginó y que podría llevarnos a una discusión interesante; pero hay una segunda objeción que me parece más grave.
Este
problema quizás sea el mayor obstáculo para que la Economía pueda
ser una ciencia intuitiva y es que la diferencia entre particulares y
gobiernos y otras instituciones poderosas no es sólo cuantitativa.
El dinero no significa lo mismo para particulares que para gobiernos.
Sirva un ejemplo cercano. Si un kilo de tomates cuesta un euro, los
particulares podemos pensar que tener cinco euros en el bolsillo es
como tener cinco kilos de tomates (dejando aparte el coste de tiempo
y esfuerzo por la compra. Razonable, ¿verdad? Sin embargo pensar que
tener cien millones de euros es como tener cien millones de kilos de
tomates resulta una insensatez. Semejante compra alteraría el
mercado, elevando los precios hasta que los cien millones de kilos de
tomates nos costaran mucho más que cien millones de euros. Por no
hablar del tiempo requerido y de las escaseces que pudiéramos crear
a corto plazo...
Algo
así ocurre con el problema de la deuda pública. Es sensato que un
individuo gaste y ahorre sin pensar en el impacto de tales decisiones
sobre los precios, el empleo o el tipo de interés. Ninguno de
nosotros, ni siquiera los muy ricos, podemos alterar el mercado con
nuestras decisiones si no es a un nivel agregado. En cambio, un
gobierno sí puede influir sobre las grandes variables de la economía
y el estadista que piense como un padre de familia, por muy honrado y
lúcido que pueda ser, es un completo insensato. Habrá de pensar en
los efectos a corto y largo plazo del nivel de gasto y de cómo esto
afectará al resto de la economía, porque dicha deuda absorberá
además el ahorro que pudiera invertirse por canales públicos o
privados en otras alternativas.
Esto
no es todo, ni mucho menos, porque la deuda pública puede ser un
interesante instrumento para estabilizar el crecimiento económico.
En tiempos de expansión el Estado puede subir los impuestos y
controlar los gastos con el consiguiente superávit y frenando los
posibles desequilibrios. Cuando lleguen las «vacas flacas" ese
superávit servirá para que el Estado pueda aumentar el gasto y
rebajar los impuestos, suavizando el impacto de las crisis. De este
modo el Estado puede ser un «amortiguador macroeconómico" que
reduzca los bandazos que suponen las crisis periódicas para nuestro
sistema capitalista.
Hasta aquí he hablado de economía pero ha llegado el momento de hablar de política, no de eso llamado economía política sino de política real. Los gobiernos actúan, ay, del modo contrario al explicado, como nos ha mostrado bien esta crisis. En tiempos de bonanza recortar impuestos y descontrolar el gasto es demasiado tentador: el propio crecimiento compensará los efectos. Desde luego no harán nada por evitar cualquier burbuja especulativa. La inflación será un mal menor al lado de la creación de empleo y, cómo no, de inmensos beneficios para los especuladores. Cuando llegue la crisis no habrá margen para recortar los impuestos y aumentar el gasto. Al contrario, el desplome de los ingresos fiscales obligará al gobierno a aumentar los impuestos y recortar gastos. La inflación y el déficit comercial se convertirán ahora en motores de la destrucción de empleos.
Hasta aquí he hablado de economía pero ha llegado el momento de hablar de política, no de eso llamado economía política sino de política real. Los gobiernos actúan, ay, del modo contrario al explicado, como nos ha mostrado bien esta crisis. En tiempos de bonanza recortar impuestos y descontrolar el gasto es demasiado tentador: el propio crecimiento compensará los efectos. Desde luego no harán nada por evitar cualquier burbuja especulativa. La inflación será un mal menor al lado de la creación de empleo y, cómo no, de inmensos beneficios para los especuladores. Cuando llegue la crisis no habrá margen para recortar los impuestos y aumentar el gasto. Al contrario, el desplome de los ingresos fiscales obligará al gobierno a aumentar los impuestos y recortar gastos. La inflación y el déficit comercial se convertirán ahora en motores de la destrucción de empleos.
Así
pues, en el mundo real el Estado, lejos de actuar como un
amortiguador macroeconómico, funciona como un «muelle» que fomenta
el crecimiento desequilibrado y prolonga después las crisis. El
supuesto sensato cabeza de familia actúa sin visión alguna de
futuro.
Empero, no deja de haber cierta sensatez en todo ello. Nadie ha sido nunca el más popular de la fiesta llamando a la moderación y advirtiendo de los peligros de los excesos. Los aguafiestas no son bien recibidos y hasta el momento de la resaca el más juerguista de la fiesta estará en la ola. Continuando la metáfora, llegarán entonces unos personajes incluso más odiosos que los antes amados juerguistas, los hipócritas que dicen que siempre nos lo advirtieron aunque nadie pueda recordarlo. Porque ellos, adivinos del pasado, siempre dan muy buenos consejos de lo que no deberíamos haber hecho después de haberlo hecho. Ha llegado la hora de los economistas.
Empero, no deja de haber cierta sensatez en todo ello. Nadie ha sido nunca el más popular de la fiesta llamando a la moderación y advirtiendo de los peligros de los excesos. Los aguafiestas no son bien recibidos y hasta el momento de la resaca el más juerguista de la fiesta estará en la ola. Continuando la metáfora, llegarán entonces unos personajes incluso más odiosos que los antes amados juerguistas, los hipócritas que dicen que siempre nos lo advirtieron aunque nadie pueda recordarlo. Porque ellos, adivinos del pasado, siempre dan muy buenos consejos de lo que no deberíamos haber hecho después de haberlo hecho. Ha llegado la hora de los economistas.
Porque ellos siempre lo supieron. No sólo eso, nos lo advirtieron e
insisten aunque los especialistas de las ciencias naturales y algunos
economistas críticos hablen con sorna de la Economía como la
ciencia que hace predicciones sobre el pasado.
En
honor a la verdad, debe reconocerse que algunos economistas lo
advirtieron y que no es tanto la capacidad predictiva de los
economistas lo que debemos cuestionar como su ética profesional. ¿O
acaso no había miles de economistas trabajando para los bancos
centrales y particulares, organismos estatales, empresas, etc.? Si
los gobiernos actúan con imprudencia por motivos electorales, los
economistas hacen lo propio por el afán de lucro. El economista que
defiende su opinión propia ante el sentir general arriesga su futuro
y, triste es decirlo, el primer objetivo de un economista no es
interpretar y predecir sino buscar una explicación racional y
sofisticada para ideas preconcebidas.
Es
más, como cualquier profeta que se precie, un economista debe ser
además un buen moralista. No en tiempos de euforia, claro. Entonces
no hay lugar para la ética en el mercado, esa institución amoral
que, sin embargo, es capaz de crear los mejores incentivos para que
la búsqueda del interés personal se convierta en la búsqueda del
interés común. Es luego, cuando el mercado falla, que los
economistas deben encontrar razones fuera del propio mercado. La
codicia y el deseo de vivir por encima de nuestras posibilidades,
dicen, son las verdaderas razones del desastre. Las crisis no sólo
son merecidas sino que actúan como correctoras, tal es la eficacia
del mercado que lo que en principio parece un desastre resulta ser
una valiosa lección. La crisis es el justo castigo de nuestra
codicia y despreocupación.
Si los economistas lo dicen habrá que creerles, y, sobre todo, es una explicación lógica y satisfactoria para quienes desean vivir en un orden moral donde la codicia es castigada y la búsqueda razonable de beneficios es premiada.
Si los economistas lo dicen habrá que creerles, y, sobre todo, es una explicación lógica y satisfactoria para quienes desean vivir en un orden moral donde la codicia es castigada y la búsqueda razonable de beneficios es premiada.
Es
una idea tan hermosa y tan tranquilizadora que duele decir que todo
esto es una sandez que sólo sirve para el que quiera tener fe. La
inmensa mayoría de los codiciosos no han sido castigados. Los
directivos de los bancos que concedieron créditos con demasiada
facilidad siguen disfrutando del botín conseguido, junto a
economistas, ejecutivos o políticos. El castigo del famoso Madoff no
deja de ser una anécdota y cabe preguntarse si hubiera recibido su
castigo de no haber engañado a tantos ilustres personas. En
cualquier caso el castigo de un culpable no es suficiente para
redimir al capitalismo.
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